30/5/12

Matemos al monstruo

Algunas reflexiones a propósito del siguiente acontecimiento periodístico:

http://www.clarin.com/policiales/crimenes/mate-hijo-monstruo-convirtio_0_673132795.html




"Ud. hizo todo lo que era posible"

Si, tal vez, pero si hubiera hecho todo, mi hijo estaría vivo.

La presión de los medios –una vez más- se engolosina con la producción de un "otro" (adicto al paco) que no reviste características humanas, sino la de un aberrante extraño, que en función de su adicción, puede cometer cualquier tipo de ilícito (por lo pronto consumir esa sustancia diabólica -paco, cocaína, marihuana o cualquier sustancia distorsiva que lo convierta en antisocial-).
Con ese criterio, en el mejor de los casos va a tramitar su posible condena (jurídica), por otra pena disfrazada de bondadosa opción: un “tratamiento” que esconde obligaciones y sometimientos de toda índole: un cambio de la categoría “delincuente” a “enfermo”, sin más trámite, pero con idénticas características de desposeimiento de su voluntad, desconocimiento de su palabra, compulsión sin réplica, castigos por nimiedades, confusión de prolijidades externas (orden, limpieza, tareas subalternas, etc.) y ausencia de consciencia; u ordenamientos tales como los tratamientos de "chaleco químico", codificados e inducidos -en sentido alienante- por la ciencia y el "saber médico". Orden voluntario de aquellos que pasaron por la experiencia, se “salvaron y por lo tanto están habilitados para “curar” esta curiosa enfermedad que solamente los que la padecieron, pueden tratar...

Y esto se hace (ante la ausencia de palabras y conocimientos específicos) a través de órdenes, conductas visibles buenas, pulcritud, aseo y demás yerbas, que poco hacen a cambios trascendentes o de posición interrogante que permita resolver la actitud de consumo compulsivo y hecho esto  desde el criterio abstencionista, que pretende la falta de consumo como condición básica para la recuperación del usuario-. Esto es, cero reconocimiento a las condiciones de mínima autonomía del usuario. Y a pesar que se lo pueda considerar “paciente” en realidad se lo considera simplemente no autonómico, dejándolo en situación de cumplimiento de órdenes personales y de directivas colectivas de todo tipo.

Ese es el panorama para una persona que meramente consume, que en tanto transgresor moral, prácticamente se le desconoce todo derecho. Y eso se traslada casi sin transición a las formas de la mayoría de los tratamientos. Si esto es así, para los sistemas que se ocupan de los supuestos tratamientos desde la lógica moralista, imaginemos el posicionamiento y los comentarios inductores en apoyo del discurso oficial (el incorporado en sustancias, informes profesionales, informativos periodísticos, comentarios de “especialistas”, etc.). Discurso oficial -no de gobierno, sino del supuesto “deber ser” sobre el comportamiento social esperado- que y básicamente es un discurso de inclusión (el no consumo) y de exclusión (los consumos de sustancias) que usualmente ya tiene asignación previa sobre una supuesta peligrosidad, esto es: pobres, marginados, pobladores de asentamientos, personas pertenecientes a grupos “inadecuados” políticamente, artistas, bohemios, distintas pertenencias socialmente mal vistas, etc.
De forma que el daño, el problema de las drogas -la cuestión de las drogas y otras aseveraciones semejantes- por lo general está apuntalado por un discurso normativo de exclusiones anticipadas, que quiere controlarlo. Para eso y frecuentemente se usa ese discurso absurdo de la "peligrosidad" (y nada más) que puede llegar a crear al “monstruo” y usarlo de alivia conciencia y disculpador de todos los abandonos previos y actuales frente a todo el cuerpo social.  Obviamente quienes son "señaladores habituales" también son los que poco o nada se interesan por los derechos y déficits del resto de la ciudadanía.  

Alberto Calabrese




22/5/12

Feminismo Punitivo

Crónica de una actitud inexplicable.

A propósito de la incorporación del “Feminicidio” a nuestro Código Penal

(Nota originalmente publicada el día 16 de mayo de 2012 en www.asuntosdelsur.org)

El pasado miércoles 18 de abril del corriente año la Honorable Cámara de Diputados de mi país, Argentina, otorgó media sanción al proyecto de ley que incorpora la figura del “feminicidio” a nuestro Código Penal. Por unanimidad y tomando en consideración unos quince proyectos de similares características, más de doscientos legisladores de  bloques de las más diversas orientaciones ideológicas acordaron -sin mayores contrapuntos- sumarle una línea más a nuestra de por sí extensa legislación punitiva.

Lo que no logra casi ninguna temática lo hace -sin esfuerzo alguno- el derecho penal. Todo un dato para aquellos que descreemos por completo que el derecho penal tenga alguna utilidad positiva. El derecho penal parecería ser por estos días una insignia infalible a la hora de consolidar el proceso de “unidad nacional” por el que muchos abogan. Ironías al margen, y más allá de no ser esta la primera vez que nuestros legisladores actúan en esta dirección, no puedo dejar de ver lo sucedido con sincero desconcierto.
Políticos profesionales, con la venia de sus seguidores partidarios y buena parte de las agrupaciones de derechos humanos vinculadas a la  problemática de la “violencia de género” o en particular la “violencia contra las mujeres”, desde la celebración de medidas como la citada no sólo insisten en intentar resolver conflictos sociales desde el derecho penal –obsoleto por definición a  tal efecto- sino que también reivindican en forma contradictoria y muy difícil de explicar un instrumento históricamente misógino. El sistema penal, patriarcal por excelencia, lejos de ser una solución a la violencia contra las mujeres, sin duda alguna puede identificarse incluso como una de sus causas.
La violencia de género manifestada contra las mujeres responde a elementos estructurales. El hecho que explica la violencia de los hombres contra las mujeres en el marco de lo que podría denominarse también “violencia patriarcal” no son las características biológicas de unos y otras sino las variables socio-culturales asociadas.



El “Dios Hombre” de las principales religiones monoteístas; la razón masculina de la Atenas de Sócrates, Platón y Aristóteles; la supuesta debilidad corporal de las mujeres en comparación con “el macho musculoso”; la muchas veces arbitraria distribución de las tareas laborales; la utilización del “masculino” como artículo genérico a la hora de clasificar conjuntos integrados simultáneamente por mujeres y hombres; y un sinfín de factores históricos, culturales, políticos, científicos, lingüísticos, epistemológicos, etc. contribuyeron durante siglos a la edificación del estado de situación presente.

El sistema penal moderno, aquel que irrumpe en el siglo XIII d.c., con la santa inquisición como baluarte máximo -en sintonía con los ejemplos enumerados- tuvo desde su génesis un encono muy particular con las mujeres.  La irremediable asociación entre castigo, persecución, tortura, confesión, delito y pecado y el por entonces naturalizado rol de la Iglesia Católica como principal órgano de justificación ideológica de la persecución criminal premeditada e institucionalizada, explica de por sí esta peculiaridad.
La mujer fue por aquellos años “enemigo” declarado del “buen orden” que el sistema penal pretendía mantener indemne. “Bruja”, “genéticamente más débil que el hombre frente a las tentaciones demoníacas”, “culpable del pecado original” y/o “habitual partícipe de orgías y cofradías perversas”. Los manuales criminológicos de entonces y el imaginario socio-cultural de la época hacían referencia en estos términos a las representantes del sexo femenino.

Sumamente ilustrativo, en concordancia con lo dicho, es el modo en el que los monjes dominicos Jabobo Sprenger y Heinrich Kraemer, en su célebre obra “El martillo de las brujas” catalogan a las mujeres. Este libro publicado por primera vez en Alemania en 1486, enuncia en sus páginas frases como estas: “Dado que son débiles en las fuerzas del cuerpo y del alma, no es extraño que pretendan embrujar a aquellos a quienes detestan”;[1] “La voz: mentirosa por naturaleza lo es en su lenguaje, pues pica encantando. De donde la voz de las mujeres es comparada al canto de las sirenas, que por su dulce melodía atraen a los que pasan y los matan”;[2] “Una mujer que llora engaña: hay dos géneros de lágrimas en los ojos de las mujeres: unas para el dolor otras para la insidia. Una mujer que piensa sola, piensa mal”.[3]


Pero no todo es medieval y lejano si de misoginia punitiva se trata. Varios siglos más tarde, ya con la cárcel consolidada como instrumento de castigo generalizado, en pleno auge de la revolución industrial y en el marco del desarrollo teórico-práctico de la criminología positivista lombrosiana, “la donna delinquente”, cometería -según los principales expertos de esta tradición- delitos “no por mala, sino por loca”, reproduciendo de esta manera -con apenas sutiles variantes- la representación modular de la mujer como sujeto débil mental, maleable y con notoria permeabilidad a las influencias del medio ambiente. Su desviación no es genética –como en el caso de los hombres y sus delatoras fisonomías craneanas-, sino cultural. Su gravísimo error: no responder al estereotipo de “buena madre” y “buena esposa” que todas y cada una de las mujeres debe seguir con vehemencia y sumisión.
La cárcel en consecuencia tendrá como objetivo primordial reconciliar a la mujer con los valores cuya “vocación delincuencial” hizo perder de vista. La cárcel intentará reencontrar a “la mujer delincuente” con las características que “la mujer no delincuente” tiene en el ámbito extra-carcelario.

Lamentablemente por más arcaico que hoy suene, el positivismo referenciado se encuentra en nuestros días ciento por ciento vigente. La tendencia de los centros penitenciarios a reforzar la asistencia psicológica de las reclusas con mucha mayor facilidad que en el caso de sus pares hombres y la cantidad de pastillas “psiquiátricas” que las mujeres suelen recibir en su estadía en la cárcel así lo confirman.

Paréntesis mental: ¿Explicará esto tal vez la habitual tendencia de insultar a las mujeres diciéndole “locas de mierda” y la casi nula utilización de descalificaciones tales para los hombres? ¿Explicará esto la manera simpática –y no tanto- con la que algunos maridos hacen referencia a sus mujeres diciéndoles “bruja”, “ja-bru” o similares? Quizás. Puede ser. Pienso en voz alta, cierro paréntesis e impulso una pregunta: Atento lo dicho, ¿resulta razonable recurrir a un sistema que históricamente vapuleó a la mujer, para defenderla? Intuyo que no.




Asimismo cabe la realización de algunas consideraciones adicionales, más allá de los condicionamientos históricos referidos.  Si el derecho penal de por sí no sirve para nada, menos aún lo hace si se trata de resolver este tipo de problemáticas eminentemente socio-culturales. Carece de poder simbólico, potencialidad disuasoria y/o intimidante. Dicho en otros términos: el hombre no va a dejar de golpear a la mujer porque el Código Penal diga que su conducta merece un castigo de 5 o 100 años de prisión.  En este sentido la actitud festiva, lúdica y efervescente de los diputados, los militantes pro-derechos humanos y principalmente las activistas feministas, minutos después de la sesión a la que hice referencia en el párrafo primero, resulta cuanto menos sorprendente.

El encierro, consecuencia inercial de la puesta en marcha del aparato represivo, suele ser la más fácil de todas las respuestas posibles frente al conflicto social. Lamentablemente cuando los diferentes actores políticos no saben qué hacer frente a una “problemática x” recurren a él compulsivamente, demostrando que la “imaginación no punitiva” no es su fuerte. El encierro agrava el conflicto que  desde el Estado es regulado desde su implementación, haciendo que su universo particular repercuta en la sociedad en su conjunto multiplicado unas cuantas veces. La cárcel genera la violencia social que a través de ella el legislador pretende atemperar. Esto hay que decirlo sin eufemismos.

Finalmente me permito cerrar mi comentario con el enunciado de una convicción: a la violencia contra las mujeres se la combate cuestionando radicalmente todas las estructuras socio-culturales que la motivan, toleran y promueven. El aparato represivo sin duda alguna pertenece a este repudiable elenco. A la violencia contra las mujeres, entonces, también se la combate luchando por la desaparición definitiva del sistema penal.

Maximiliano Postay



  






[1] Kraemer, H. y Sprenger, J., Malleus Malleficarum, Felmar, Madrid, 1976, p. 101
[2] Ibídem, p. 105
[3] Ibídem, p. 100